domingo, 5 de julio de 2009

cuento corto

El Club del Fracaso
El Club de Fracaso tiene una historia tan interesante como dudosa, y tanto le cabe este último adjetivo que es hasta dudosa de ser interesante.
Según comentó alguien en una de esas reuniones que tienden a disiparse en la memoria de los presentes, el club en sí no es más que la unión errática y desordenada de personas y personajes que “no”. En aquel momento alguien tuvo la intención de preguntar “que no qué”, pero las dos terceras partes de las inquisiciones que realizamos en cualquier conversación están de más si nos tomamos un breve respiro para pensarlas.
Igual que nos ocurre cuando alguien es muy detallado en su narración, yo tuve entonces la sensación de conocer perfectamente aquel lugar. Como si hubiera estado o como si estuviera ahí.
Es difícil hallar datos generales, aunque no específicos, del club. En algunos casos, miembros fervorosos saltan de sus filas hacia otros clubes y en otros vuelven a él luego de ser expulsados de otras logias. Lo que sí es totalmente corroborable es que el club tiene una cifra de miembros que ningún libro de actas podría llegar a asentar ya sea por su movilidad o por su cantidad.
En el recuento oscilante de los tiempos dicen que hubo, hay y habrá historias fabulosas que realmente se destacan dentro del inmaterial edificio de la sede social del club al que nadie es gustoso de pertenecer, aunque son de remarcar también aquellos que se niegan a abandonar sus filas.
Había, hay y habrá, por millones, socios que pagan la cuota a regañadientes. Un infinito número de abonados a fracasos de diferentes tamaño y calidad : pequeños, grandes, intencionales, casuales, y hasta un número indeterminados de socios que habiendo obtenido la invitación de otros clubes se niegan a reconocerse en otro lugar que no sea el del Club del Fracaso. Este último un caso casi tan común como el de los que siendo inevitablemente parte del Club fingen pertenecer a otras instituciones, y en algunos casos circulan por los pasillos con credenciales apócrifas o distintivos falsos que, al extremo, terminan en autoconvencimiento.
Nadie prestó nunca demasiada atención a las historias del club. No obstante son destacables; ningún otro club podría haber existido de no poseer éste la masa de asociados más grande la historia de la humanidad.
Recuerdo una de sus salas. Generalmente y a pesar de su arquitectura compleja y soberbia en tamaño, los que por allí frecuentan suelen dar vueltas en no más de dos o tres salones. El estilo victoriano que los arquitectos y artistas le han dado es poco cierto ya que siempre se esta construyendo, redecorando, reparando y variando las formas desde el mismo fracaso de los que intentan darle una y no alcanzan a completarla ya sea por fallas en los cálculos de material, distracciones en la proyección, torpeza en la factura o accidentes mínimos interpuestos entre los bocetos y la realización.
No deseo detenerme en el aspecto de la instalaciones ya que de hecho todos, alguna vez al menos, hemos formado parte del Club.
Al entrar por sus enormes puertas la sensación de soledad se percibe de inmediato. La conciencia de que allí habita la mayoría no se condice con el espíritu del recién llegado o del que ha tratado de salir y se vio apenas saliendo de una habitación para entrar en otra. La oscuridad y la decoración lo asemejan a un castillo repleto de falsas paredes, puertas bloqueadas, pasillos laberínticos y escaleras que giran para terminar donde empiezan.
En uno de los salones, quizás el más visitado por los más animosos, se encuentra una larga galería de socios que, en algunos casos, ayudan al visitante a suavizar su sensación de desesperanza con una inútil percepción de identificación representativa del Club.
Allí, vagando en soledad entre la más inmensa multitud, se escuchan las historias más desgarradoras y también las más absurdas, sin con esto decir que no las exista combinadas. Un clásico dentro de los indescifrables murmullos es la cita de algún mínimo detalle que hizo la diferencia entre pertenecer a este club o estar disfrutando de algún otro.
Todo esta por aquí, todo alrededor de uno, y por más que las historias son tan interesantes como las que más, nadie presta mayor atención a ellas si no una vez que el egresado, ya perteneciente a otro club, las utiliza como serie de anécdotas que sirven para aumentar la admiración de los nuevos compañeros del Club de la Victoria, Club de la Fama, Unión del Éxito, etc. Algo así como “antes de llegar aquí pertenecí diez años al Club del Fracaso”.
Recuerdo por ejemplo a Edison enumerar las veces que había estado dando vueltas por los pasillos del club, pero claro, todo esto una vez que ya no lo frecuentaba. Y aun más impresionantes eran los casos post morten, ya que mucha gente ignora que Van Gogh murió en las instalaciones del club y su cadáver fue requerido por otros clubes tiempo después de muerto como ocurrió con los casos: Melville, Kafka, Trosky, Marilyn Monroe, y una lista escalofriante de nombres cuya permanente inquietud (inclusive dentro del club) les valieron el traslado aunque ellos jamás se enteraron.
Así y por montones, la ciencia, el deporte, el arte, la política y demás actividades perpetúan incoherencias temporales que, reacomodadas, unos llaman justicia y otros azar.
La imposibilidad de llevar un registro hace que sea una tarea humanamente inviable : casos como el del hombre que no pudo asesinar a su esposa por esta fugarse con su amante dos minutos antes, el del músico que perdió su mano derecha luego de componer el primer rock and roll que nadie llegó a escuchar o el del general revolucionario que no contó con aquel espía, se mezclaban en una maraña de subjetividad.
El caótico club puede jactarse de haber visto a Jesucristo y a Hitler, a Charles Manson y a Gandhi, al chico aquel que sentía como su amor no era correspondido y la señora que acaba de ver el número de su cartón de lotería volver a formar parte de la mayoría cuasi absoluta.
Reprobados, derrotados, ignorados y desafortunados bailan la cadencia del ritmo machacante y antimusical de las intenciones que mueren en si mismas.
Nadie nota que en los pasillos vagan los destinos disconformes y los espíritus conformistas. Nadie nota que allí va un personaje que Shakespeare había imaginado para una obra y luego descartó, nadie pone la vista en aquel que acaba de llegar tarde a la audiencia para una puesta en Boadway.
Viera alguien el desanimado té que reúne a aquel ladrón sorprendido por la policía, a la adolescente engañada por Cupido, al futbolista quebrado antes de llegar a ídolo, a la escritora abandonada por las musas y al señor derrotado en las urnas de las elecciones de su pueblo.
De todos los salones del Club del Fracaso el más terrorífico quizás sea este. El salón de los espejos. Uno de los más frecuentados. A pesar de su nombre, estos reflejos son tan engañosos como aquellos que había en los viejos parques de diversiones. No somos quienes nos ponemos frente a ellos los que nos reflejamos. En este salón los fracasos propios se transforman combinándose para dar reflejos comunes que a la vez son menos dolorosos. Allí se observa el fanático del equipo que acaba de perder la final del campeonato, allí ve su rostro el soldado que recibe la orden de retirada y el televidente que acaba de ver salir de pantalla para siempre su programa favorito.
Muchas veces he oído preguntas flotando en el ambiente; preguntas del tipo ¿por qué a mi? ¿Qué hubiera pasado si elegía otra opción?, las respuestas nunca llegan a escucharse concretamente. Lo cierto es que él club genera el rumor de algo en movimiento constante ya que está permanentemente recibiendo y despidiendo socios por millones y a velocidades sorprendentes.
No recuerdo si estuve en aquella reunión donde alguien lo nombró, pero si sé que estuve en el club. Ahora no sé bien que me habrá llevado a pensar en aquellos tiempos, quizás conozco de memoria sus pisos y deseaba reconocerme como parte de algo. Lo cierto es que mi paso por él no es en vano aunque sea permanente. Aprendí que como todo Club tiene sus reglas y se también algunos de los pecados que no debería cometer.
Se que la desesperación, a pesar de ser la recepcionista, no es buena consejera a la hora de transitar sus pasillos. Se que nunca debería olvidarme que aún estando lejos siempre se puede volver. Se que las puertas siempre están abiertas para todo el mundo y también aprendí que no debo creer jamás en la certera frase de oxidadas letras que da la bienvenida en su entrada principal : “Aquí esta tu destino porque tu destino no podría ser otro”.
Cierra la 15
Las siete de la tarde de la Avenida Corrientes. Digo "de" y no "en" dadas las características, las cuales sería inútil detallar, que hacen de esta una reconocible postal donde las aclaraciones estarían sobrando. Una de las mil y una posibilidades que nos da las siete de la tarde, la presente, ésta, la de Corrientes a pocas cuadras del obelisco para el lado del oeste.
Cuando terminé de pensar en todo eso ya había entrado a uno de los bares que comparten la vereda con alguna escalera de entrada y salida a la línea B de subterráneos. Aunque ya no eran en punto, el ambiente seguía ostentando ese manto de "siete de la tarde", manto de neones a la espera del contraste nocturno y de luces de tubo que delatan, quizás, el último día de su arrancador.
Me senté en una mesa que, análoga a un altar profano, rendía tributo a un cartel preparado para soltar su efectividad a otra hora del paladar: "Churros con chocolate". Traté de imaginar al autor de la obra y nítidamente se dibujó en mi imaginación la siguiente escena:
El encargado, detrás del mostrador debería estar lustrando una copa con la habilidad de dos dedos forrados de repasador mientras, con aspecto pensativo, soltaría una frase en voz alta como si un tubo imaginario enviara el mensaje a la cocina: - Juan, me tenés que hacer un cartelito con el tema de los churros. ¿Me escuchaste? Así lo ponemos por ahí.
El teórico Juan, asomándose por el rectángulo que comunica la cocina con la sala, respondería: -¿Qué churros?El encargado, sin desatender su ocupación, retomaría la palabra: - Lo del cartelito. Si te dije. Hay que hacer un...
A lo que Juan, interrumpiendo la explicatoria del encargado, contestaría: - Ah, sí lo de los churros. Hay que ver lo de la cartulina, jefe.
- Ya lo mandé al pibe, hace como media hora. Te digo que lo hagas vos porque sos el que tiene letra más linda; así después lo colgamos ahí, arriba de la quince.
- Listo- cerraría el diálogo, Juan.
Cuando me cansé de jugar con la posible historia del cartelito, sentí como si la misma hubiera sido real. Y preferí guardar eso como un hecho; después de todo, si llegaba a enterarme que esa historia no hubiera existido jamás, mi desilusión sería la frutilla de una torta hecha con pérdida de tiempo; y si llegaba a preguntar, y la respuesta fuera: "¿El cartelito de los churros? Ah, sí, lo hizo Juan", me embargaría una mezcla de orgullo y terror que no estaba dispuesto a sobrellevar.
Llegó el mozo hasta mi lado y, girando la bandeja como demostrándose idóneo en el oficio, entabló conmigo esos diálogos extensos que mozos y clientes sostienen en los bares de la calle Corrientes: -¿Sí?
A lo que respondí, acompañando la voz con la típica coreografía porteña que representó mi deseo: - Un café - Alargando la distancia sonora entre el "un" y el "café", como para mostrarme un hombre pensante y que no pide por pedir.
Pasaron los minutos regulares que lleva tomar un café cuando son las siete y diez y uno tiene que estar siete y media a unas cuadras del lugar donde se encuentra. Pagué y, mientras extendía los brazos contra el borde de la mesa arrastrando la silla para hacer lugar a pararme, escuché: -¡Cierra la quince!
Me quedé perplejo, sorprendido y acelerando pensamientos ya pensados. Tres segundos; giré la cabeza hacia la ventanita de la cocina al tiempo que me puse de pie. Me dirigí al mostrador decidido a evacuar la duda sobre la existencia real de un Juan autor del cartel que decía: "Churros con Chocolate"; pero antes de llegar, zigzagueé y enfilé para la puerta. Tuve miedo.
Ya en la vereda, un poco turbado por el acierto, me pregunté por qué algún día no me ocurría tal visión con un número de la lotería. Puede que la respuesta no sea tan simple, pero me conformó pensar que la clave estaba en el temor. Descubrí que cuando nuestra imaginación no conserva la debida distancia con la realidad nos descubre el terror de pensarnos con un poder que no manejamos, mientras que a ganar la lotería: nadie le tiene miedo. Con esa teoría me quedé satisfecho y continué mi camino.
Seguí caminando mientras trataba de ocupar mi mente con mi historia para no imaginar más historias ajenas. Por un momento tuve temor de que alguien, cualquiera, estuviese imaginando la mía. Sentí como si un supuesto, y para mí desconocido, Juan, parado en la cocina de algún bar, supiese algo de mí.
Mi Alfombrado Suelo
Grave problema sin importancia. Allí está. El cadáver de mi amada yace en el alfombrado suelo de mi habitación. Sigo durmiendo, a veces plácidamente y otras me sobresalto pensando en lo que no necesito.No sé bien si fue asesinato o suicidio; a nadie le importa, sólo a mí y sólo a veces.
Desde su inerte posición no puedo evitar que siga manejando mis tiempos. Podría haberla quemado, pero como no soportaría el olor que tal trámite liberaría, olor a planes que ya no tienen sentido, hice lo de siempre. La cargué sobre mi hombro izquierdo sin que nadie se percatara, mi mano derecha en su espalda y la izquierda en la articulación de sus piernas. Estaba más linda que nunca, me dolía verla, sonreía como cuando lo hacía para mí.
Llegué hasta mi automóvil, abrí el baúl y deposité el cuerpo con suavidad. Sus firmes muslos dorados rozaban la rueda de auxilio y su gloriosa cintura hacía tope contra el matafuego vencido. Había hecho esto otras veces, pero el lugar volvía a aparecer vacío. Tomé fuerte su mano fría y la confundí con el calor de la mía, después traté de hacerla llorar, pero no pude; al final me resigné ante la impotencia de no generar respuesta alguna y cerré la tapa con el dolor que me causaba saber que ya no me pertenecía siquiera el poder de hacerle daño alguno.
Volví casi inmediatamente para ver si en el lugar del hecho quedaban rastros; y allí estaba. Otra vez en el piso, misma posición, misma sonrisa, mismo cuerpo, pero ahora un tanto borroso, así como se dejan ver los recuerdos, lo que provocaba que se mostrase ante mis ojos aún más hermosa. La siempre insuficiente experiencia que uno puede tener, pero experiencia al fin, hizo que la circunstancia no me sorprenda en lo mas mínimo, como si hubiera sabido de ante mano que la tarea de deshacerme de ella iba a ocasionarme inconvenientes.
Volví a cargarla, esta vez sobre mi hombro derecho, jugué un rato con su vestido corto frente al espejo y la introduje nuevamente en el baúl. Vestía setecientos modelos de ropa, decía doscientas cincuenta palabras dulces, algunas repetidas, pero con tono diferente, y sus labios no se movían más que para mostrarme besos que sólo yo veía. Su cuerpo era un templo, su boca sabía a secretos bien guardados. Quise pegarle y me dolía; su corazón había partido sin sangrar la más mínima mancha de rouge, así como parten los corazones orgullosos, esos que tan caro nos hacen pagar la estúpida inocencia de creer en que uno tiene algo para dar aunque no lo quieran recibir.
Cerré el baúl y no quise volver; viajé un tiempo corto que se hizo eterno y mis oídos no paraban de escuchar el soplido que salía de su boca inmóvil. Hablaba de resurrección, de posibilidades, de tomar otro camino, de soluciones, de promesas y de consejos.
El cansancio parecía vencerme y mi maldito enemigo personal de épocas de infortunio estaba cerca de convencerme, otra vez, con sus estúpidas palabras lindas al oído, palabras que ponía en boca de un espectro. Sabía que necesitaba ayuda, alguien que hiciese por mí lo que yo no podía lograr, hacer desaparecer ese inolvidable y fúnebre resto que me era imposible quitar de mi alfombrado suelo, de mis hombros, del baúl de lo único que me quedaba: un automóvil con la dirección partida.

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