jueves, 9 de julio de 2009

cuentos cortos

Mi Alfombrado Suelo

Grave problema sin importancia. Allí está. El cadáver de mi amada yace en el alfombrado suelo de mi habitación. Sigo durmiendo, a veces plácidamente y otras me sobresalto pensando en lo que no necesito.No sé bien si fue asesinato o suicidio; a nadie le importa, sólo a mí y sólo a veces.
Desde su inerte posición no puedo evitar que siga manejando mis tiempos. Podría haberla quemado, pero como no soportaría el olor que tal trámite liberaría, olor a planes que ya no tienen sentido, hice lo de siempre. La cargué sobre mi hombro izquierdo sin que nadie se percatara, mi mano derecha en su espalda y la izquierda en la articulación de sus piernas. Estaba más linda que nunca, me dolía verla, sonreía como cuando lo hacía para mí.
Llegué hasta mi automóvil, abrí el baúl y deposité el cuerpo con suavidad. Sus firmes muslos dorados rozaban la rueda de auxilio y su gloriosa cintura hacía tope contra el matafuego vencido. Había hecho esto otras veces, pero el lugar volvía a aparecer vacío. Tomé fuerte su mano fría y la confundí con el calor de la mía, después traté de hacerla llorar, pero no pude; al final me resigné ante la impotencia de no generar respuesta alguna y cerré la tapa con el dolor que me causaba saber que ya no me pertenecía siquiera el poder de hacerle daño alguno.
Volví casi inmediatamente para ver si en el lugar del hecho quedaban rastros; y allí estaba. Otra vez en el piso, misma posición, misma sonrisa, mismo cuerpo, pero ahora un tanto borroso, así como se dejan ver los recuerdos, lo que provocaba que se mostrase ante mis ojos aún más hermosa. La siempre insuficiente experiencia que uno puede tener, pero experiencia al fin, hizo que la circunstancia no me sorprenda en lo mas mínimo, como si hubiera sabido de ante mano que la tarea de deshacerme de ella iba a ocasionarme inconvenientes.
Volví a cargarla, esta vez sobre mi hombro derecho, jugué un rato con su vestido corto frente al espejo y la introduje nuevamente en el baúl. Vestía setecientos modelos de ropa, decía doscientas cincuenta palabras dulces, algunas repetidas, pero con tono diferente, y sus labios no se movían más que para mostrarme besos que sólo yo veía. Su cuerpo era un templo, su boca sabía a secretos bien guardados. Quise pegarle y me dolía; su corazón había partido sin sangrar la más mínima mancha de rouge, así como parten los corazones orgullosos, esos que tan caro nos hacen pagar la estúpida inocencia de creer en que uno tiene algo para dar aunque no lo quieran recibir.
Cerré el baúl y no quise volver; viajé un tiempo corto que se hizo eterno y mis oídos no paraban de escuchar el soplido que salía de su boca inmóvil. Hablaba de resurrección, de posibilidades, de tomar otro camino, de soluciones, de promesas y de consejos.
El cansancio parecía vencerme y mi maldito enemigo personal de épocas de infortunio estaba cerca de convencerme, otra vez, con sus estúpidas palabras lindas al oído, palabras que ponía en boca de un espectro. Sabía que necesitaba ayuda, alguien que hiciese por mí lo que yo no podía lograr, hacer desaparecer ese inolvidable y fúnebre resto que me era imposible quitar de mi alfombrado suelo, de mis hombros, del baúl de lo único que me quedaba: un automóvil con la dirección partida.
El Poeta y el Verdugo
Arrastrando sus pies por el húmedo piso del tercer subsuelo del castillo, el hombre de oscuro atuendo ingresó a la celda del poeta. Pidió a los guardias que se retiraran y apoyó un candelabro de tres velas sobre el suelo de la celda.
En un rincón, se encontraba el reo. El hambre, la sed y la permanente oscuridad de la pétrea bóveda le habían quitado el espíritu vivaz que hubo de mostrar alguna vez, hace ya más de diez años.
El hombre replegó su capucha y desplazó la luz hasta ubicarla cerca del sentenciado. Notando que la luz hacía daño a los ojos acostumbrados a las sombras, el recién llegado sonrió. El preso se refregó los ojos hasta calmar el dolor y, desgarrando los harapos que le cubrían la espalda, se arrastró hasta quedar sentado. El suelo era humedad, transpiración de sótano, el techo, la oscuridad, tan altos eran los muros que luz de vela alguna llegaba a iluminarlo.
- ¿Así que poeta, no?
El ocupante del lugar mantenía el silencio con el que estaba acostumbrado a convivir. Quizás temió que hasta su propia voz le sonara extraña.
- Bueno, aquí hace tiempo que ya eres nada. Un poeta sin pluma, sin tinta, sin nadie que escuche sus rimas. ¡Qué pena muchacho! Nada.
El hombre de ropaje pesado sonreía irónico frente al sufrimiento del reo, libando con placer la tragedia de aquel despojo que ya parecía resignado a jamás recibir algún tipo de misericordia humana. Olvidado en el tiempo, ni la muerte se había acercado hasta su cárcel con mejores intenciones que la de exigirle resignación y paciencia.
- ¡Ay, poeta, ya nada eres, hasta tu nombre se ha perdido en el olvido! Sabido es por los pocos que te recuerdan que te hacías llamar... Jezbeth ¿Verdad?.
- Orgulloso estaba de aquel nombre cuando lo tenía, señor. Jezbeth es el demonio de los prodigios imaginarios, el de la estafa, protector de mentirosos y embaucadores.
- ¿Y ese era tu orgullo, pobre diablo? Ese nombre te trajo aquí, por si no lo sabías ¿Y dónde está tu protector ahora, iluso blasfemo? Yo soy tu verdugo y no lo veo.
- Revolotea a su alrededor. Hace tiempo que no lo veía. Desde que llegué aquí.
- ¡Oh! Qué miedo, ahora revolotea a mí alrededor- respondió el hombre entre carcajadas y con voz tenebrosa.
- Lo trajo usted cuando me llamó poeta. Gracias.
- Imbécil, eras un pobre poeta y ahora vas a morir. Dices que hablabas en nombre de Jezbeth, pues di ahora tu verso último infeliz.
- ¿Qué poeta no habla en nombre de él? ¿Qué es un poeta sino un mentiroso, un embaucador?
- Bien, pues entonces vamos a ver en nombre de quién habla el filo de mi espada.
- Tu espada habla en nombre de lo justo, es por eso que mi vida está a vuestra merced. Solo los talentosos caballeros han de poseer el temple para decidir cuando es tiempo de que la existencia de un miserable cese. Sólo los elegidos han de guiar el filo hacia lo justo. Tú espada habla por ti, hombre, porque en ti confía. Sabe de tu sabiduría para elegir dónde y cuándo ha de caer su fino borde, sin que haya por sobre tu persona más que tontos que imaginan obedeces sus deseos. Absurdo negar sería que tu alma debe estar templada como el metal de la espada que tu brazo bien domina, pues tanto poder entre tus manos no merece la ignorancia de quienes sólo ven en ti a un obediente ejecutor; de quienes sólo ven la estampa de un verdugo que sumiso atiende órdenes ajenas sin usar su sabio juicio.
- ¡Jah! Tienes razón poeta. Morirás cuando yo quiera- sentenció el verdugo y dando un giro salió, con las tres luces, del calabozo. Todo volvió a la oscuridad. Los guardias trabaron la puerta. Entre las sombras se escuchó la voz del poeta murmurar:
- Gracias, Jezbeth.
Miento Luego Existo
Conocí a Raymond Reid hace unos diez años en la ciudad de Glasgow, Escocia. Estaba yo desayunando en un bar cuando el hombre se acercó a mi mesa preguntándome si estaba dispuesto a compartirla. Dado que el lugar se encontraba muy concurrido y no ofrecía un solo lugar disponible, no tuve más remedio que aceptarlo como compañero casual.
Alto, enjuto, de unos cincuenta años, canoso y vistiendo un traje marrón bastante gastado, el caballero se mostró sociable y muy educado. Pidió un café y trató de no interferir en la lectura del periódico que me mantenía ocupado. Por cuestiones de cortesía pensé que sería un gesto obligado dirigirle al menos una palabra.
- Hace frío ¿verdad?
- Sí. ¿Usted no es escocés, verdad?- preguntó. Supongo que para demostrarme que él también era cortés.
- No. Estoy de paso. Mañana vuelvo a mi país.
Así, intercambiando pequeñas frases que luego se fueron extendiendo, Reid se presentó como profesor de filosofía a cargo de una cátedra en la universidad. Su aspecto no desentonaba con su profesión, pensé.
Después de terminado el desayuno, el hombre se puso de pie y antes de despedirse me preguntó si quería presenciar su clase, si quería acompañarlo.
- Hoy es el primer día. Me gustaría que me acompañe, cuando termine con la clase puedo llevarlo a conocer algunos sitios interesantes de mi viejo Glasgow.
Dudé, pero luego decidí aceptar. Debía esperar a la noche para viajar y pensaba hacer tiempo en quehaceres turísticos, pensar en eso guiado por un nativo me pareció más estimulante que deambular en soledad por calles que no conocía.
Salimos juntos del bar. Yo gentilmente pagué la cuenta y él me agradeció con la promesa de invitarme luego con un auténtico whisky del país. Tomamos un ómnibus hasta las puertas de la universidad; un majestuoso edificio con aire de castillo medieval y grandes caminos de roca que unían las dependencias con el bloque principal. Me contó de un tal Thomas Reid y deduje, por el apellido, que sería algún pariente del cual se sentía orgulloso. Caminamos, él hablaba de su pasión por la enseñanza, de su pasión por la filosofía y en un tono más informal, de su pasión por el Glasgow Celtic. Fuimos por los pasillos; yo lo seguía. Él, con andar pausado, iba revisando las aulas hasta que dijo “Es aquí”.
El aula estaba repleta de estudiantes que murmuraban hasta que él hizo su entrada. Yo lo seguí y me ubiqué en la parte más alta del estrado en uno de los pocos lugares que quedaban libres. Los mil ojos que se encontraban allí se concentraron en su figura que, cruzando las manos a sus espaldas, comenzó a hablar al frente de la clase.
- Muy bien- dijo - Bienvenidos-
El silencio fue total, sólo algunas sonrisas complacientes ante la presencia de quien dirigiría la reunión. Reid comenzó a hablar, a modo de introducción, sobre la historia de su vida. Las hojas comenzaron a llenarse de apuntes, algunos con mayor capacidad de síntesis que otros.Pasaron no más de diez minutos y un hombre se presentó en el salón con dos encargados de seguridad.
- Reid, por favor- dijo el hombre mientras los agentes lo invitaban a retirarse.
Los alumnos quedaron boquiabiertos. Reid se opuso, pero fue rápidamente persuadido por los uniformados. El hombre que los comandaba quedó al frente del aula y se presentó como el rector de la universidad.
- Lamento lo sucedido. Este hombre se escapó de un neuropsiquiátrico y suele hacernos cosas como esta cada vez que logra escaparse. El profesor a cargo está por llegar; les ruego sepan esperar en orden.
El bullicio creció y el alumnado se sintió molesto, sobre todo los que más habían llenado sus cuadernos con las cosas que Reid estaba diciendo. Hubo carcajadas, indignación y todo tipo de comentarios. Nadie se atrevió a reconocer que lo que Reid estaba diciendo era interesante. Yo abandoné el aula y, por más que lo intenté, no pude dar con Reid. Uno de los profesores me explicó que el hombre había sido alumno de la institución y que por vaya uno a saber qué causa un día fue necesario internarlo.
Me hubiera gustado quedarme, pero tuve que partir ese mismo día. Me hubiera gustado que un loco hubiese sido mi guía por las calles de Glasgow, supongo que hubiese conocido cosas que jamás conoceré. Me hubiera gustado que alguien hubiese conservado los apuntes de aquellos minutos de clase, pues realmente habían sido interesantes a pesar de que no formaban parte del programa. Me hubiera gustado saber si alguno de aquellos alumnos dudó, a partir de entonces, de que la escena se repitiese, no sólo cuando llegó el «verdadero» profesor de la clase, sino cada vez que debieran enfrentarse a alguien por primera vez. Por mi parte, agradezco a Reid la enseñanza. Desde entonces, sólo presto atención a quienes me aseguran que la merecen.
El Pescado
Es conocido el aprecio que algunos sectores de la sociedad tienen por los artistas. Más aun cuando se trata de artistas muertos; los cuales, lógicamente por su estado, por decirlo de alguna manera, son más “inofensivos”, pues su obra a través del tiempo se alinea de manera menos traumática a “la cultura” cuando esta es entendida como “La Cultura”.
Recuerdo una anécdota que me contó el doctor Von Kraft en categoría de testigo respecto de un suceso donde algunos de estos componentes se hicieron presentes.
Von Kraft había asistido a una fiesta en la mansión de Rudolf Krol, un destacado hombre de la sociedad bávara que había incrementado su fortuna de manera notable en la Alemania dividida de la post guerra. El motivo de la reunión social era festejar los treinta años de casado que llevaba con su esposa Ruth.
Conociendo el exquisito gusto por el arte que su esposo tenía, Ruth contrató para la celebración a un artista desconocido, pero que en los círculos intelectuales más selectos de la época era categorizado como uno de los más grandes exponentes del Avant Gard. Alguien se lo recomendó para sorprender a su marido y ella pidió que lo consiguieran para aquella ocasión.
La fiesta estaba en la plenitud del ceremonial. Los comensales intercambiaban halagos. Los mozos surtían de espumante a los invitados. Los mejores vestidos, las joyas más caras, las medallas más brillantes estaban en aquel salón de las afueras de Munich a orillas del río Isar.
En momentos en que la mujer hablaba de su hallazgo ante un pequeño grupo de personas que, formando un semicírculo, la escuchaban atentamente, el artista hizo su entrada por la enorme puerta de vidrios biselados que comunicaba el salón con un jardín que parecía una imitación a escala del de alguno de los de Versalles.Hombre alto, robusto, de barba desprolija, aparecía en la sala con un enorme pescado sobre su escarchado hombro. Su torpeza era todo movimiento, su ropa era suciedad y su físico enorme. Mirada dura salida de pequeños ojos claros, cabello rojizo asomándose debajo de un gorro de lana y un gesto pétreo de emotividad indescifrable. El pez muerto tenía grandes ojos inyectados de sanguíneo color, escamas grandes y duras como de metal plateado y una flexibilidad que delataba el tiempo que llevaba fuera del agua.
El murmullo redujo su volumen a silencio y todas las miradas se concentraron en él. Todos tomaron distancia. Krol caminó hasta el frente del improvisado grupo de espectadores y Ruth se congeló con una sonrisa mezcla de sorpresa y orgullo sin fundamento.El hombre sacó una petaca de su bolsillo y, con la mano que tenía libre, disparó un trago a su boca de buzón. Observó detenidamente a su auditorio y fue haciendo pasos laterales hasta ubicarse a dos metros del majestuoso piano de cola que dominaba el centro del salón. La gente se dejó llevar por una imaginaria fuerza centrífuga que los arrimó a las paredes. Krol, unos pasos adelante del resto como dando a conocer su calidad de anfitrión.
El robusto artista, como recortado de un paisaje portuario, miró el piano de reojo y en un ademán bastante rudimentario gritó anunciando el final del profundo silencio: -Voy a tocar una melodía que espero disfruten. Dis friuten.
Tomó el animal inerte por la cola y comenzó a azotarlo con singular bestialidad sobre las teclas. Las escamas se pegaban en el marfil y en el ébano entrando torpemente en los espacios entre tecla y tecla. Graves y agudos, tonos violentos al oído, sacudidos por el flexible cuerpo del pescado. Un ojo voló hacia dentro de la caja, el otro, dos golpes después cayó sobre la alfombra. El artista aferraba sus manos a la cola; con un pie daba saltitos rítmicos mientras mantenía la otra barrosa suela de bota sobre el taburete forrado de fino terciopelo azul.Cuando se cansó, tiró lo que quedaba del pez con un movimiento brusco dentro de la caja. Sonaron las cuerdas más graves. Se quedó mirando como esperando el aplauso.
Krol que hacía rato había superado el tamaño de los ojos de un búho y había dejado caer su copa con el primer destono, sólo atinó a decir: - ¿Quién dejó entrar a este tipo a mi fiesta?
El gigantesco pelirrojo bajó la cabeza, introdujo su mano en la caja del piano y rescató uno de los ojos del pescado, después caminó dos pasos y recuperó el que yacía en la alfombra. Un ojo en la diestra y el otro en la siniestra. Miró a Krol un instante y se acercó a él con paso firme y decidido. Cuando estuvo a treinta centímetros del dueño de casa, lo miró con su peor cara e hizo un concentrado arrebato amedrentador seguido de un sutil “Bhuu” que sonó dulce y gracioso. Krol apretó sus párpados esperando un golpe. El artista, suavemente apoyó sus pulgares en las cuencas oculares del asustado anfitrión. Después de eso se retiró de la sala riendo sonoramente. Ruth no podía cerrar la mandíbula. Algunos sonreían por lo bajo. Otros se mantenían horrorizados. Después de un rato algunos comenzaron a dialogar sobre vanguardias y arte clásico. Nuestro anfitrión quedó por un tiempo duro como una estatua; parado en medio del salón y con los ojos del pescado ocupando el lugar de los suyos.
Sentir Razonable
El primer mes que pasé en el internado fue un verdadero fastidio. Al principio traté de analizar mil veces mi situación. Después me dio lo mismo si era un hospital, una cárcel o una de las habitaciones de un hotel. Por qué estaba allí y que combinación de sucesos me habían traído, fue algo que también comenzó a carecer de importancia con el paso del tiempo. Una habitación con una cama, las paredes lisas y una puerta pequeña sin otra función que la de dar paso a las manos sin rostro que diariamente me acercaban la comida.
Como la fiebre va separándonos del mundo a medida que aumenta, yo lentamente iba sintiendo esa especie de alejamiento. La sensación de centro y alrededor se fue haciendo más y más notable para mí. Yo, el centro; el resto, una periferia que iba desapareciendo con velocidad proporcional a la distancia y al tiempo. Como la fiebre va devorando lo que nos es externo, mi incomunicación devoraba, como por oleadas, las cosas que en el pasado ocupaban un lugar vital en mi visión del mundo.
Política, ley, vacaciones, guerra, espectáculo fueron apenas algunos de los términos que como una catarata comenzaron a vaciarse de sentido hasta desaparecer en un lago de ácido que sofocaba en centésimas de segundo el significado de las expresiones más abarcativas. Placer, como preocupante destino, sucumbió rápidamente; un poco más, duró la memoria de una lista de buenos momentos que había pasado allí en alguna parte, más aún llegó a perdurar una tarde de verano determinada en la que me había sentido feliz. Pero todo iba cediéndose al olvido de lo que ya no importa. Los libros leídos, el placer que sus lecturas me habían proporcionado, las películas inolvidables, las personas que había conocido. El largo tiempo dedicado: al estudio, al diálogo, a la discusión, a la filosofía, al arte, al trabajo; todo se hundía en el lago, se corrompía y desaparecía. Primero sufrí la falta de decoración en la habitación. En poco tiempo, mientras analizaba porque la sufría, dejé de sufrirla, y me pareció que la habitación estaba bien así. Me fue pareciendo que el mundo estaba bien así: sin cadenas, sin recuerdos, sin memoria, sin responsabilidad, sin placer, un ojo de ese huracán relativo donde todo era prescindible.
Los días fueron sucesiones de luces y sombras, el tiempo sólo marcado por la llegada de un plato de comida y algo para beber; lo esencial para que la carne no sucumba también en la nada misma. La náusea del vacío encontraba su cura en mis pensamientos que uno a uno me encargaba de anular buscando uno que realmente se me mostrara imprescindible y unívoco.
La ausencia de las cosas que tuve y que me faltaban me llevaban a realizar un ejercicio repetitivo y tan corto y eficaz como un latigazo. Las recordaba, trataba de comparar la importancia que tenían para mí con la que tendrían en aquella situación y rápidamente se ubicaban dentro de ese sinfín de sin sentidos.
Un día me sacaron de allí. No sé si las mismas manos que traían la comida u otras; es lo mismo. Caminé bastante tiempo. Vi algunos niños jugando, una pareja dejando la vida en un beso, un viejo que barría la vereda de su negocio de verduras, vi parte de la ciudad que se movía con regularidad y llegué, antes que el sol baje sobre la tierra, a una colina que podría haber sido cualquier colina. De pronto entendí que me encontraba donde las calles no tienen nombre, donde la música es recuerdo, allí donde los días no se reconocen, donde las plegarias son dichas por nadie y escuchadas por el aire. Nadie iba a venir por mí, nadie sabía que yo existía, nadie podía notar mi presencia o mi ausencia en ninguna parte. Recordé sólo una melodía, sentí deseos de vivirla, la grité en silencio como si fuera lo último que quedaba y comencé a sentirme mal. Pensé que el tiempo había sido injusto conmigo, que la gente había resultado una pérdida de tiempo, que los sueños eran basura para amortiguar el duro peso real de la vida. Pero algo salió mal, terriblemente mal. Bajé, y cuando ya era de noche, entré a un bar. Pedí algo que evidentemente no había olvidado que me gustaba. Una dama me acercó la copa, le dije que no tenía dinero para pagarle, me hizo un simpático gesto como para que me callara y luego me sonrió. No debería haberlo hecho, pero lo hizo. Y tuve ganas de no irme. Y la miraba servir las otras mesas. Y el lugar me pareció agradable. Y ella, de vez en cuando me miraba y sonreía.
Tuve ganas de tener un lugar donde dormir, donde invitarla alguna vez, donde hacerla escuchar alguna música que recordé me gustaba. Sentí deseos de tener dinero para invitarla a algún otro bar donde ella no trabajara. Pensé en un trabajo para eso. Pensé en que a ella le gustaría verme vestido con un traje limpio y que debía hacer algo para que ella pudiese sentirse orgullosa de mí.
No me entregué fácilmente, realicé el ejercicio: es sólo una sonrisa de una desconocida, su trabajo es ser simpática, un día me engañará, otro sentiré deseos de engañarla, una tarde quizás muera yo o una noche quizás muera ella. Una sonrisa, tan simple una mueca con la boca no hace a la historia del mundo, no hace a nada, nada significa. Pero salió mal. Mi resistencia cedió y tuve la sensación de comprender porqué algunas personas disfrutan de los juegos, algunas otras estudian filosofía, porqué hay quienes llegan a gobernar naciones y a declarar guerras, porqué algunos parecen felices con ese trago que apenas llegan a pagar después de trabajar doce horas en las minas de carbón. Tuve deseos de saber qué día era y cuántas horas debían pasar para volver a ver esa sonrisa. Tuve deseos de hacer planes y la maldita, complicada y absurda idea de volver algún día a la colina con los dedos de su mano entrelazados con los míos.
La Hoguera
La pasión de los amantes merece la muerte. El pueblo estaba conmocionado, indignado. Un simple pastor, un cuidador de ovejas, había logrado conquistar el corazón de la mujer más bella de todo el territorio. Más bella y rica de todo el territorio; convengamos que lo uno sin lo otro no hubiese sido tan repugnante.
Un hecho incalificable. Si él fuese rico y ella bella o sí al menos la mujer no gozara de todas las condiciones y fuese rica, pero fea, o bella pero pobre, o vieja, o enferma, o algo. Pero, no. Un hecho incalificable. Las calles hablaron: el desagradable sujeto vivía en un refugio pequeño cerca del monte; ella era la joven viuda que habitaba la casa referencial del pueblo, la más imponente edificación victoriana en kilómetros y kilómetros a la redonda.
-Ella debe haber quedado mal desde que su pobre esposo la dejó, hace más de diez años- dijo una respetable dama mientras compraba en el mercado unas uvas grandes como ciruelas.
- Para mí debe haber algo más. Él, un pobre pastor, y ella ... debe haber algo más, miré que cuidar ovejas, animal más tonto que las ovejas yo no he conocido.- replicó con voz grave una señora mayor, que le señalaba las uvas al vendedor.
Las calles hablaron, las tertulias se repetían en tema aunque variaban de lugar. Las calles, las esquinas, las reuniones casuales, las sobremesas. La sociedad hablaba por sus representantes más orgullosos.
Ella es una mujerzuela. Seguro que sólo le importa, eso. Quizás él la amenaza, quizás sabe alguna cosa y ella, tan inocente, no puede más que someterse a sus perversidades. Hay que verlos por el bosque, dicen que ella le lee libros truculentos, poesías asquerosas. Claro, él no sabe leer. Ja, ja, ja, ja ... No es gracioso, nuestro pueblo no puede caer tan bajo; imaginen a los niños presenciar ese espectáculo. Por Dios! Un pastor y una mujer perdida caminando por las calles. Y quien sabe hasta dónde puedan llegar, quizás un día los tengamos en la función de gala del teatro. Es verdad, ella solía ir a la opera; miren si un día aparece con él. Repugnante, el diablo ha entrado al pueblo como suele hacerlo, de la mano de la belleza y la tentación.
Qué relación más corrupta, hay que verlos coqueteando de la mano sin hablarse, caminando el sendero que va hacia el lago. Para mí que allí se bañan desnudos y hacen ... cosas; me entienden. Por supuesto; parecen felices en su pecado, nos dejan afuera de todo, como si nosotros, el pueblo, no existiera.
Un cuerpo maravilloso, piel de seda, cintura frágil, manos suaves, ojos de encendida mirada, cabello de las más delicadas crines azabache y una sonrisa por la que suspiraría cualquier mortal. Él: un cuidador de ovejas. Joven, bien parado, pero un pastor al fin. Ni familia tiene. Y el olor que debe tener él. Nada parecido a ese perfume de jazmines que ella dejaba en el ambiente cuando acudía con su esposo a las fiestas patronales.
Dicen que él le habla al oído cuando los atardeceres llegan al bosque. Pobre diabla, quién sabe lo que el ignorante la cuenta. Historias de ovejas, quizás.
Seguro son historias dignas de Satán. Dicen que ella sonríe como poseída por algo. Quizás sean eróticas narraciones llenas de perversión para encender y prolongar tan infernal relación.
Una prostituta y un degenerado. Una mujer perdida y un mal hombre que no hacen más que ensuciar la historia dignísima de este humilde pueblo. ¿Acaso vamos a dejar que ante nuestros ojos se muestren como si nuestro juicio y moral no les interesara; como si nuestro honor fuese un trapo que se puede torcer y retorcer? ¿Vamos a permitir que nuestras piadosas y purísimas esposas se enfrenten a la vejación de saber que nuestra sociedad, basada en los pilares del trabajo, la fe, la familia, la cooperación y la dignidad, se salpique con el azufre barroso más indignante?
Estos libertinos desfachatados, pobres animales descarriados que no han aprendido a razonar sobre sus impulsos. Es inevitable reconocer al Nefasto detrás de tan oscuro amor. Que digo amor, detrás de tan oscura tentación. Creen que puedo dormir junto a mi amada esposa mientras sé que quizás, cerca de la oscuridad del lago sólo iluminado por la luna, la más hermosa mujer del pueblo, caída en desgracia, ofrece su sonrisa y su cuerpo a un fauno ignorante y perverso.
Seguro. Debemos hacer algo como sociedad. Debemos limpiar la ofensa. Sobre todo por los niños, ¡qué van a creer que es la vida! El sábado, cerca de la medianoche, la hoguera iluminó el rostro de los pobladores. Miraban relajados y satisfechos como las llamas se consumían ente sus ojos. Para el amanecer del Domingo no quedaba rastro de la perversa pareja. Los gritos y gemidos de aquella noche se hicieron cantó de pájaros cuando el sol comenzó a despuntar. La plaza estaba limpia, solo restaba quitar algunos pedazos de antorchas y algunos restos mínimos de troncos desechos. Lejos del pueblo, cerca del bosque, un montículo de tierra removida hasta donde sólo llegaron los enterradores.
Todo volvía a la paz que los habitantes nos merecemos.
Seis Minutos al Azar
La noche ya esta en todo el cielo. Él entra con la velocidad con que entran las culebras a sus cuevas. Cierra la puerta y en el mismo movimiento enciende la luz. Ella arroja ropa desde su ropero hacia la valija que, como un pozo sin fondo, esta abierta en medio de su cama. Él se quita la corbata y lo hace volar sin detenerse a averiguar donde caerá; entra a la pequeña cocina, alcanza a iluminarse con la luz de la heladera y toma una botella; cierra, la luz se apaga, y con la botella en la mano camina hacia la ventana.
Ella hizo tronar el cierre de la valija; dos mangas y un cordón se resistieron todo lo que pudieron. Levantó las llaves que estaban en la alfombra de lana y tierra y caminó con pasos largos hasta la puerta. Él se paró frente a la ventana. Las luces del cartel de neón del viejo edificio de enfrente le iluminaron la cara: azul, amarillo, rojo, azul y rojo otra vez. Ella abrió la puerta y salió al pasillo. Cerró; se calzó la campera y con un manotazo liberó el cabello que había quedado preso entre la prenda y su espalda; estiró las piernas unas seis veces y pulsó el botón del ascensor.
Él, otro él, está acostado mirando el techo. Un calor que transforma las sábanas en pegamento. Por qué le habré dicho que estaba bien, hacia casi un año que no la veía y cuando me preguntó cómo andaba, yo le dije: bien. Si ella supiera que mi vida fue una basura desde que la vi por última vez. Si supiera que estuve pensando en ella más de lo que debe pensar ella en si misma. Bien, le dije. Pensé en terminar con todo más de una vez, pensé en terminar con todo para dejar de sentir que me faltaba; y hoy, nos cruza el destino y yo le digo bien. Maldita sea ... todo. Bien... eso le dije. No hubo mucho tiempo de más.
Giró en la cama como giran las focas en la arena. Parece un camalote llevado por el río. Sudor y sábanas pegajosas. La luz, sólo la que se cuela a través de su persiana desde los pares que inundan la avenida.
Ella, otra ella, espera el tren. Se mira las manos. Este anillo está bien. Mis piernas. Las vías brillan de vacías. Un hombre cruza por el puente, a las cinco de la tarde no hubiera existido más que para sí mismo, ahora retumba toda su presencia cada vez que sus suelas se apoyan bruscas sobre los planchones de chapa. ¿De dónde vendrá? Que poca imaginación tengo. Mañana debo ir a la peluquería sin falta. ¿Y el tren?
Él, otro él, acaba de terminar su copa en una de las mesas del fondo de Restaurant Renoir. Día duro. Un cigarrillo. Un café. Una torpeza. Bah, qué lo laven. Igual lo tenían que cambiar. Ya estaba sucio. ¿Qué tendré que hacer para que Pereyra deje de pensar que soy un imbécil?
Ella, otra ella, duerme. Duerme plácidamente. Mañana a las siete: fue lo último que pensó en estado consciente antes de entrar en la profundidad del sueño. La estela fina de un humo claro se eleva desde un espiral estratégicamente colocado en uno de los rincones de la habitación. Un vaso de agua cerca, por las dudas, a la madrugada, para la sed.
Él, esta frente al espejo del botiquín del baño tratando de reconocerse. Ella cierra la puerta del ascensor. Él, otro él, expulsa las sábanas de dos o tres patadas. Ella, otra ella, se pone de pié y detiene la mirada donde las paralelas de acero pegan la curva. Él, otro él, apaga el cigarrillo contra el escudo del Restaurant Renoir dibujado en el centro del cenicero. Ella, otra ella, duerme; duerme con la laxitud propia del humo de un espiral.
Historias de seis minutos. Historias que ningún escritor sensato se atrevería a rescatar para sentirse orgulloso. Historias que jamás se cruzaron ni se cruzaran y que son hijas bastardas del recuerdo. Momentos que no sirven para nada, pero que en su esencia maldita se sacrifican para que otros se jacten de inolvidables, de ávidos de ser leídos, de gustosos de ser contados o de
dignos de ser escritos.

EL LAPIZ AMARILLO - VIDEO -

No hay comentarios:

Publicar un comentario